Es la pregunta que, después de haber recorrido los cinco continentes en moto, me hacen todos; es la recurrente cuestión que siempre me proponen; el interrogante gigante; la duda eterna… ¿Cuál es el país que más te ha gustado y al que volverías sin dudarlo? La respuesta es la más difícil que pueda dar un viajero: son mil lugares. El sitio favorito de un viajero está dentro de su cabeza, en lo más profundo de su alma, es un conjunto de todo lo que quedó de cada lugar que pisó.
Mi paraíso es como un puzle que monto poco a poco con los trocitos de esos maravillosos amaneceres de Australia, la arena naranja del desierto de Namibia, la pista que atraviesa la carretera Austral en Chile, rodeada de árboles milenarios. Son los colores del Día de los Muertos en cualquier cementerio de México. El mejor lugar del mundo lo tengo guardado en mi mente y huele a mango y piña, esas que llevan las africanas con tanto arte en una gran bandeja sobre la cabeza.
En ese lugar tan especial, el agua es cristalina y está llena de peces de colores como en el lago Malaui, un agua que cambia su tono con las nubes, o si llueve, o si sopla el viento. Allí, la comida está en puestos callejeros abarrotados de sartenes donde se fríe el pescado, o donde se asan trocitos de pollo en pequeñas barbacoas, como en Tailandia. Se come con las manos y se bebe cerveza helada.
En el mejor lugar del mundo, los caminos de tierra te llevan hasta la orilla de un mar de color intenso, con rocas pintadas de blanco, llenas de aves y grandes focas rechonchas sobre ellas tomando el sol. En esa playa, la arena es tan fina como en las playas de Indonesia. Y cuando anochece, lo hace con cien tonos de rojo, los mismos que vi en el camino a Ushuaia, y el cielo se queda oscuro, repleto de estrellas copiadas a las que cubren el salar de Uyuni en Bolivia. Las mujeres visten coloridos pareos y sharis con lentejuelas, los hombres son fibrosos y esbeltos como un guerrero masái.
En ese lugar, solo tienes que respirar hondo y sonreír, aparcar la moto para entrar en cualquiera de sus bares a mezclarte con la gente que, aunque no hablan tu idioma, te entienden. Y al final del camino, después de rodar por el asfalto infinito como el de la Transiberiana, hay una ciudad, pequeña, como mi Madrid; limpia y respetuosa como Tokio; con el sabor de la tradición de Lisboa; con los edificios coloniales de Ecuador; con el ambiente de Nueva York; con la organización de Vancouver… En ese lugar, el que es tu favorito, al que regresarías una y otra vez, puedes invitar a quien quieras, porque cualquiera que te escuche hablar de tus viajes, cualquiera que lea los relatos que escribes de ellos, están cruzando la frontera para llegar a tu “país de nunca jamás”.
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