amuel Rupérez (izq.), Rubén Darío Tejedor, Ángel Lara y José Luis Arencibia, miembros del equipo que fueron a Mallorca. / ÓSCAR COSTA
«Nos llamaron a las ocho y cuarto de la mañana pidiendo voluntarios porque estábamos cerca del aeropuerto de Madrid y a las nueve estábamos saliendo de la unidad para subir a las diez al avión». El destino, la zona catastrófica dejada tras de sí por los torrentes que transformaron en apenas unas horas el paraíso mallorquín en un infierno. «Queríamos ir los seis, y eso que dos estaban de libre; pero por espacio en el avión solo podíamos ir cuatro», destaca Rubén Darío Tejedor, jefe del Equipo de Rescate e Intervención de Montaña (EREIM) de la Guardia Civil en el puesto de Riaza. Junto a ellos viajó otra expedición de otros cuatro efectivos pertenecientes al centro de Navacerrada.
«Salimos con lo puesto y algunos tuvieron que comprar allí ropa interior o zapatillas», apunta José Luis Arencibia, canario de origen y
riazano
de acogida por su desempeño profesional. Metieron todo el material que pudieron en el todoterreno. Cualquier objeto que les fuera útil para la misión: buscar y rescatar a personas que se hallaban desaparecidas tras la «apocalipsis» de la noche del martes 9 de octubre, como relataban los propios vecinos.
Fue aterrizar y de inmediato se reunieron con los compañeros que habían estado toda la noche trabajando contra el reloj y la devastación. Un matrimonio alemán y un niño llamado Arthur, de cinco años, estaban en paradero desconocido.
San Llorenç, el pueblo más castigado por la fuerza de los torrentes desbordados, era una especie de zona cero cubierta por el lodo y la maleza en los que se incrustaban escombros de viviendas arrastrados por el agua embravecida y coches «arrugados como una lata de Coca Cola». «Parecía una zona de guerra, un Vietnam», describe José Luis Arencibia. «Estábamos ante algo excepcional», apostilla el jefe del servicio. Los agentes del EREIM no recuerdan jornadas de trabajo tan duras y extenuantes, tanto en lo físico como en lo mental. Que hubiera un niño entre los desaparecidos siempre hace más mella, aseguran.
La solidaridad vecinal
Al ponerse el sol, las labores se interrumpían hasta el amanecer. Terminaban molidos y exhaustos, si no fuera por los reparadores ánimos y las cenas que les preparaban y proporcionaban los vecinos. «Se volcaron con nosotros», agradecen.
Especialistas en localizar, rescatar y evacuar a personas atrapadas en sitios recónditos, confinados y con accesos harto complejos, estos curtidos agentes desvelan cómo se acostaban doloridos y llenos de arañazos y golpes que acumulaban sus cuerpos durante las caminatas que hacían entre los montones inmensos de sedimentos apelmazados en los que se habían incrustado los restos de árboles y zarzas. «Andábamos sobre bosques literalmente tumbados, en dos o tres horas a lo mejor recorrías un kilómetro», explica el jefe del EREIM de Riaza. «Sin las hachas no podías abrirte camino», agrega Arencibia.
«Buscamos por todos los sitios, por donde se podía pasar y por donde no se podía», añaden. Los equipos y el material acabaron «abrasados por el roce con las cañas y las zarzas», explica Samuel Rupérez.
Las búsquedas en el agua ocultaban auténticas trampas. «Tenías que imaginarte el suelo por el que ibas a pisar», añade. Y es que de repente podrían verse sorprendidos por una horadada invisible y hundirse en profundidades de entre cinco y seis metros. Los componentes del servicio
riazano
se señalan con la mano el pecho para indicar hasta dónde les llegó a cubrir el agua y el barro.
Al día siguiente de llegar a Mallorca, los equipos descubrieron a la mujer alemana; poco después al hombre. Sin embargo, el paso de las jornadas sin noticias ni pistas de Arthur hacía cundir el pesimismo. El equipo recuerda emocionado la resignación valiente del padre, quien con el dolor del que sabe que ha perdido a su hijo, solo deseaba saber dónde estaba el cuerpo para velarle y despedirle sin la zozobra de una espera eterna. Esa fuerza de los vecinos y la familia les hacían despertarse cada mañana pensando que ese día sí, iban a encontrar a Arthur. «¿Cómo puede ser que haya visto tres veces el mismo mechero y no encontremos al crío?, se pregunta Samuel Rupérez.
Arencibia revela lo cerca que estuvieron. «Estuvimos encima de donde apareció, pasamos por la misma zona durante siete u ocho días, era un montículo muy grande de sedimento» que engulló al niño.
El hedor como guía
Las primeras búsquedas fueron visuales y rápidas; luego los efectivos profundizaron adentrándose en los muros de vegetación y barro. Pero el panorama en las últimas horas obligó ya a la utilización de maquinaria pesada. En las batidas interminables se toparon con casi de todo: bolsos, ropa, enseres de las casas, piezas de coches... hasta una caravana destrozada arrastrada por el torrente; pero uno de los mayores `bofetones´ que se llevaron se lo propinaron los olores. «El hedor que desprendían los animales muertos se te impregnaba en la ropa», recuerda Lara.
El calor y la putrefacción producida por la devastación contribuían a la descomposición de los cadáveres de gatos, perros, conejos o ratas enterrados bajo toneladas de barro. El mismo paisaje embadurnado que los agentes pisaron y peinaron una y otra vez. Sin embargo, ese hedor sirvió para marcar los lugares por los que pasaban los equipos de rescate. De esa manera se descartaban las zonas que ya habían sido inspeccionadas y se avisaba a la maquinaria «cuando ya no se podía hacer nada más», explica Ángel Lara.
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